Análisis Obra

Un aliento pictórico sobre las razones… y las pasiones

F. Javier Briongos Ibáñez

Como resultado de la miseria de la vida moderna, nos encontramos ante la circunstancia de que el arte es más interesante que la vida.

Robert Motherwell, Declaración, 1944

En un mundo en el que todo se desvanece deprisa, con urgencia (probablemente porque no ha llegado verdaderamente a existir, o es ‘líquido’, o ‘etéreo’, o ‘digital’), la fisicidad de la pintura puede que sea una de las últimas formas de rebeldía, el acto final de resistencia.

Pero ¿cualquier tipo de pintura? Juan Alió conoce perfectamente la carne y el hueso, la sangre y la saliva, las entrañas… los elementos que nos conforman y nos atormentan. Y, aunque parezca una contradicción, son esos los materiales de los que están hechos los ‘Cielos. Porque hacia ellos levantamos la vista a través de ‘Ventanas’ (casi siempre con las rejas que hemos creado para defendernos) cuando la prisión que nos limita (el cuerpo) duele más que nunca. Exhalamos un hálito, un suspiro, que se mezcla con los vientos y escapa de las arquitecturas de nuestras pasiones. Atravesamos los marcos que nos definen porque somos mucho más… Nuestra fisiología y nuestra mente está compuesta por firmamentos encarnados.

Sin embargo, hemos de reconocer que tenemos terror a estas ‘bóvedas infinitas’. Atenazados por el vértigo a la libertad que representa lanzarnos a la enormidad de lo sublime delimitamos las montañas con líneas ‘topográficas’, y acotamos lo visible para encadenar la realidad que nos ha superado.

Una solución honesta para este aturdimiento podría ser refugiarnos en la sinceridad de la aparente pureza de los ‘Colores’ y de sus ‘Estructuras iniciales’. ¿Pero cómo dar forma al cosmos cromático? ¿No es, acaso, más tentador -en un mundo como el que nos amenaza y desespera- caer en la tentación dualista (quizá nihilista) del blanco y el negro? ¿Establecer ambos pigmentos como metafóricos Polo Norte y Polo Sur éticos?

El resultado sería caer rendidos ante la seducción arrebatadora de la nada. Y Alió soporta la fascinación del vacío, el embrujo de su fuerza, para permitirnos atisbar la esperanza de las ideas (probablemente recuerdos de lo que alguna vez soñamos ser) y las emociones -¡tantas!- hasta lograr convertir lo cuantitativo en cualitativo con esa doble sensibilidad del artista capaz de dotar de una tremenda sensualidad plástica a la materia adecuada para contener alegrías y penas (porque los quebrantos no son solo negros) mientras evoca y resignifica lo más importante en el ser humano: pensamiento y pasiones, intelecto y afectos, reflexión… y llantos. En esta serie tal vez hallemos un suave céfiro como el que sentía Chateaubriand en su ‘Atala’:

«Mas cuando una brisa viene a animar todas estas soledades, a agitar todos estos cuerpos fluctuantes, a confundir todas estas masas de blanco, de azul, verde y rosa, a mezclar todos los colores, a reunir todos los ecos; entonces sale tal estruendo del fondo de estas florestas, pasan tales cosas ante los ojos, que yo procuraría en vano describirlas a quien no ha corrido estos campos primitivos de la naturaleza.»

En esos territorios antiguos percibimos algo demasiado prístino para nuestra finitud. Tanto, que podría ser considerado sagrado, precioso. Como todo ‘Laberinto’ amenaza y protege, constriñe y ampara. Un exquisito peligro sobre el que ya nos advertían pretéritas civilizaciones. Egipcios, griegos o chinos emitieron un grito de exhortación (esculpido y dibujado en piedras) para que su voz, en forma de admonición, pudiera trascender a los muertos y, tal vez, resonar sobre las losas de las catedrales que vendrían cuando ellos ya solo fuesen un mero eco del lamento -tardío- arrojado por la ‘Sibila de Comas’ a la humanidad. Virgilio asegura que se mostraba en la puerta del antro de ésta a todo el que quisiera verlo… pero que difícil es encontrar cuando miramos sin saber lo que buscamos.

Anguloso camino, esta encrucijada (¡este enigma!) nos defiende del permanente mal que acecha a plena vista para asaltar nuestras almas -y nuestras mentes-. Nos preserva de los demonios ajenos y propios (Mefistófeles que no cesan en su capacidad de tortura porque están creados a nuestra imagen y semejanza), de los violadores de los arcanos y los sacramentos de la vida, de la verdadera relación con lo divino. Constituido por muros o ramas, salvaguarda en su centro (excepto para los verdaderos iniciados) las revelaciones mistéricas capaces de dar sentido a todo este absurdo caos. Ampara a la cruda beldad (y la dignidad) del conocimiento ante tanto profeta embaucador. Minotauros impostados de los que solo podemos escapar con las virtudes -ya escasas- de la comprensión, del discernimiento, de la sapiencia y la experiencia, del amor y la amistad…

La gnosis se revela como un luminoso hilo de Ariadna en manos de Teseo para salir de la maraña de la mítica ciudad de Minos (esa amalgama simbólica que condensaba lo peor de las bíblicas Babilonia y Sodoma -en forma de crueldad y bestialismo- y lo más brillante de la mente humana, al servicio del poder y del propio ego, hábilmente incorporadas en la trágica figura del más famoso de los arquitectos: Dédalo).

Y Teseo… un héroe que lucha contra la injusticia escapando (también lo hizo del Hades – ¿volviendo de la muerte? -). Huir, partir y dejar atrás la ruina y la catástrofe, la destrucción y el desastre, la plaga y el padecimiento… qué fácil parece la solución así sentida. Pero ¿qué ocurre cuando el laberinto y el Minotauro es uno y el mismo, cuando las líneas rectas se convierten en infinitos caminos curvos, en sinuosos meandros, en sempiternas circunvoluciones cerebrales donde el monstruo (yo, tu, nosotros) anida?

Jung nos advierte del desastre, del engaño patético que supone la prepotencia de algunos seres que ‘piensan que piensan’ más y mejor que los demás. Es entonces cuando hemos de volver al árbol del que quizás nunca debimos descender. Retornar al laberinto protector de ramas y hojas, de flores y frutos…. Al émulo vegetal de la montaña en la que el filósofo ha erigido la torre, resultado de la ciencia y de la técnica – ¿del cerebro? – que desafía a la propia naturaleza y al orden originario de las cosas:

«Mi torre creció́ para los milenios, imperecedera. No vuelve a hundirse. Pero puede ser sobreedificada y será́ sobreedificada. Pocos captan mi torre, pues se encuentra en una montaña alta. Pero muchos la verán y no la captarán. Por eso, mi torre se mantendrá́ en buen estado. Nadie trepa por sus muros resbaladizos. Nadie aterriza en su techo puntiagudo. Sólo quien en¬cuentre la entrada escondida en la montaña y ascienda por los laberintos de las entrañas podrá́ alcanzar la torre y el señorío del que observa y del que vive desde sí mismo. Tal cosa es alcanzada y lograda. No llegó a ser por la chapucería del pensamiento humano, sino que se forjó por el incandescente calor de las entrañas, los Cabiros mismos llevaron la materia a la montaña e inauguraron lo construido con su sangre como los únicos que saben de los secretos de su surgimiento. Lo logré desde el más allá́ inferior y superior, y no desde la superficie del mundo. Por eso esto es nuevo y extraño, y sobresale de las planicies habitadas por el hombre. Esto es lo sólido y el comienzo (171/172) ».

¿Es acaso el principio un muro, una pared? La posibilidad de elevarnos por encima del nivel de los demás (la altura, siempre la altura)… pero también, estas ‘Paredes rotas’, con su grosor lastimado y agrietado, pueden aún evitar que se filtren las miasmas del mal, de lo inferior que intenta contaminar todo lo que toca, de traspasar y filtrarse a través de la materia misma hasta pudrir finalmente el jardín. Por el mero hecho de odiar todo lo que ha elegido ser puro, de otra manera, con esfuerzo y disciplina y la libertad de elegir ser fiel a su verdadera naturaleza. Sin embargo, la pared permite una vía de influencia, por arriba, hasta los vastos espacios celestes, hacia el azul que limpie el rojo de la sangre (que es vida, sí, pero cada vez hiede más a muerte). Por eso, cuando esperanzados teñimos nuestros parapetos de azur y levantamos la vista tememos que tras ese armazón de ilusión emerja la vívida ¿y peligrosa? materia encarnada.

No, el principio fue la enfermedad compartida por todo lo que pertenece a la Ousía de la que nos hablaba Aristóteles: La ‘SOCIOPATÍA’ nacida en el mismo seno del grupo, de la manada a la que despreciamos de manera agresiva y arrogante. De nuestra falta de empatía nació la mentira, la simulación, y el arte de emular sentimientos que somos incapaces de profesar.

¡No, el principio fue el verbo que expresaba los quejidos y lamentos!.

No, el principio fueron las imágenes de los gritos silenciados. Tantas y tantas que hoy ya no sabemos mirarlas tal y como se merecen, pese a existir en un mundo saciado, al borde de la asfixia, donde las mercancías imaginarias han substituido a la verdad de lo real.

Es aquí donde Juan Alió, asomándose a la falta de esperanza efectúa una llamada a la resistencia, emitiendo con su obra una apelación que va más allá de los individuos, de las fronteras de los campos de concentración en que se han convertido nuestras vidas.

¿Es posible -aún- la vindicación, ante las infinitas pruebas de nuestras atrocidades cotidianas, cuando quedan enterradas en un inmenso y caótico vertedero de nimias y pueriles trivialidades?

Somos la civilización de la salud (Health – Diet) y lucimos maravillosamente en ropa interior (de marca, a ser posible), de la felicidad (-Happines– las bodas de película ya no son solo para el cine) y del confort. La ‘vida’ ya no es una experiencia, es más bien una amalgama de publicaciones, de narraciones, de fábulas que se nos regalan (como un cupón de regalo de ‘Bild’ -un diario que se anuncia a sí mismo en un loop interminable de naderías informativas-). Y todo ello ‘civilizadamente proporcionado’ por empresas, directamente hasta nuestro propio sillón. Estupendas butacas desde las que arreglar (o controlar) un mundo que no nos pertenece porque en realidad nunca fue nuestro.

Destinados a desaparecer ante la inmediatez de la novedad, del último acto de terror (que no será el último… ¡el siguiente es inminente!) de la siguiente vileza, Juan Alió nos rescata estos ‘testimonios’ con una mirada atenta, escrutadora, a los mensajes en botellas que acostumbran a ser reciclados aún antes de su consumo.

Vienen entonces a la memoria las palabras de J. -L. Godard en referencia a las fotografías sobre Auschwitz:

(…) Incluso completamente rayado un simple rectángulo de treinta y cinco milímetros, salva el honor de todo lo real.

Porque arrebatar un trozo de memoria del infierno actual al olvido (en forma de palabra o de fotografía -ambas susceptibles de ser memoria de lo histórico acontecido… pero también capaces y aptas para generar el más flagrante de los falsos relatos, de los que inicia el vencedor para hacer olvidar incluso la propia existencia del vencido-) es reconocer la presencia de nuestros semejantes ¿no es -acaso- toda imagen concebida para ser mirada por otro?

Toda esta cacofonía no es casual. Nos quieren confundidos, turbados, ciegos en definitiva ante una intencionada vorágine de vocablos representados y figuraciones disociadas de su contexto formando una marea que arrastre la propia memoria de las cosas. Es la nueva ‘Solución Final’ mostrarlo todo para que todo desaparezca o se vuelva invisible en medio del vómito epidémico que llaman comunicación.

Y aún así, en la obra de Juan Alió, el lenguaje y la imagen encuentran un aliado solidario en una pintura que consigue complementar las carencias recíprocas (innegables). Acudiendo en su rescate allí donde cada una parece desfallecer permite nuevamente el sentido (mejor dicho, les confiere un nuevo significado), devolviendo la dignidad arrebatada tanto estética como moral.

Bataille, que pensaba impenitentemente en lo amorfo y en lo deforme, cuando llegó el espanto fue capaz de concebirlo desde la presunción del semejante:

‘Generalmente, en el hecho de ser hombre hay un elemento cargante, repugnante, que es necesario superar. Pero ese peso y esa repulsión nunca han sido tan pesados como después de Auschwitz. Igual que todos nosotros, los responsables de Auschwitz tenían olfato, una boca, una voz, una razón humana, se casaban y tenían hijos: como las Pirámides o la Acrópolis, Auschwitz es el hecho, el signo del hombre. La imagen del hombre es inseparable, desde entonces, de la de la cámara de gas…’

Y es que transitamos desde nuestras vacaciones (en verano ¡por supuesto!) al TERROR. Desde los secuestros con rehenes (Hostage – Fears) a la ayuda humanitaria (sin saber donde ni a quién).

En realidad, el único lujo verdaderamente gratuito y accesible es el del miedo. La ansiedad brilla, fosforescente en unas existencias carentes de verdaderas emociones. Preferimos que nos lo cuenten ¿no es así? (How can I feel less isolated after lossing my dad?). ¿Es la soledad es la única certeza?

No. Siempre tendremos la enfermedad y las lecciones que esta nos depara (‘Lessons every man should learn from my dad’s brostate cancer diagnosis’).

Juan Alió conoce perfectamente la carne y el hueso. Pero también sabe que solo somos una pequeña manada de sociapatas enfermos y asustados que habitan en un mundo negado, ilegible, incomprensible… del revés. Y aún así debería quedar una puerta a la comprensión. Al menos del ‘verdadero lector’.

Juan Alió conoce perfectamente la sangre y la saliva, los elementos que nos conforman y nos atormentan. Pero también sabe que la filosofía (decía Séneca) enseña a actuar… no a hablar.

Ese fue nuestro pasado y es nuestro presente. ¿Será también nuestro futuro? ¿Cumpliremos por fin la promesa de dejar de seguir mirando?